Prólogo: William Buckley
La vida como horror
El
hombre, en su historia, evolución, devenir y porvenir, es un cajón de marcas. Ya sea que se trate
de la historia de la humanidad o la
narrativa de un sujeto, las marcas que cada uno encarna son las que direccionan
el relato. Entre estos surcos se escurre la estopa del deseo e intentamos dar
cuenta de algo del ser.
En el recuerdo, existe un componente opaco,
ese lugar en el cual algo aún es, pero que de cierta forma ha dejado de
ser. La reminiscencia tiene esa característica, en la que incluso
algo que permanece, yace muerto a su vez. ¿No será acaso que vivir muerto se convierte a
veces en la única posibilidad de vivir?
Las
astillas de la historia se incrustan, vociferan dolor. Un dolor tan
ensordecedor que se torna inaudible,
indiferenciado, quizá se asemejan más a un ladrido que a una voz. Perder la voz,
ceder la palabra y arrastrar el cuerpo. Renunciar a la condición de hombre para
vivir, así se trate de una vida como horror.
¿A
qué se renuncia cuando se abdica a la condición de sujeto? A la libertad,
inclusive a la más radical de sus formas, la libertad de morir, pues se puede
contar al individuo ya no como un sujeto, sino como un objeto contable más
dentro de la serie posible a poseer por el amo. Quizá, en esa vuelta a tornarse
objeto o instrumento que responda a la satisfacción del amo, se encuentre un
intento desesperado por aferrarse a la utilidad que perpetúe la vida antes que
disolverse en la insignificancia que acarrea la muerte.
Ante
tal vacío es mejor buscar un quehacer, buscar un velo, colocarse una máscara. Hacer
del dolor un circo, donde la diversión no es otra cosa más que el borramiento
del otro en una condición de semejante, la risa que no engaña y más suena a
llanto, un lamento que busca hacerse voz para preservar a los suyos, al precio
de entretener al otro despojándose de su vida.
Es
una disyuntiva ética de nuestros días pensar en cuáles puntos se puede pensar
la vida desde una perspectiva humana y no en el orden del despojo. Para no ir
tan lejos, el siglo XX nos ofrece un sin número de escenarios para pensar dicha
cuestión, y nuestro siglo presente se ahonda en dichos caminos.
En
ocasiones, todos estos artificios se reúnen para salvaguardar a nuestros otros.
Pero, ¿cómo salvar a otros si dentro de sí mismo el fuego blasfemo del miedo,
del dolor, la rabia contenida, la impotencia y de la nada arde ferozmente? ¿No
será que primero hay que extinguir ese fuego para salvarnos a nosotros mismos y
encontrar ese algo que nos hace humanos?
Es
quizá en el encuentro con el otro que se logra resignificar algo del orden de
lo más propio. Que en el encuentro con la muerte, la vida surja de nuevo, así
sea en la máscara de lo cuerdo.
Textos literarios alusivos: Lucía Molina y Kira Schroeder
"La mayoría de nosotros no sabíamos nada acerca de la historia del campo; una historia que explicaba sin embargo en gran medida las reglas a las que los presos se habían visto forzados a someterse, y el tipo de hombre que de ellas había surgido. Pensábamos que ése era el peor lugar para vivir en un campo de concentración, porque Buchenwald era inmenso y porque ahí nos sentíamos perdidos. Ignorantes de los fundamentos y de las leyes de esta sociedad, lo que primero se manifestaba era un mundo rabiosamente erigido en contra de los vivos, tranquilo e indiferente ante la muerte. En realidad, a menudo no era más que sangre fría en medio del horror. Todavía no habíamos tenido tiempo de entrar seriamente en contacto con una clandestinidad cuya existencia los recién llegados estaban lejos de sospechar." La especie humana: Robert Antelme.
"Cuando se casaron mis padres, papá tenía 36 años y mamá 25. Mi hermana Margot nació en Frankfurt del Meno en 1926. Yo nací el 12 de junio de 1929. Por ser judíos debimos emigrar a Holanda en 1933, país en que mi padre asumió el cargo de director de Travis, S.A... Nuestra vida transcurrió llena de sobresaltos, pues nuestros parientes que no salieron de Alemania cayeron bajo el peso de la persecución desencadenada por las leyes de Hitler. Tras el programo de 1938, los dos hermanos de mamá huyeron a América. Nuestra abuela se refugió con nosotros. Entonces tenía 73 años. Después de 1940 terminaron los buenos tiempos. Primero vino la guerra, luego la rendición, enseguida la entrada de los alemanes a Holanda. Y así comenzó la miseria. Un decreto dictatorial siguió a otro y los judíos se vieron especialmente afectados. Tuvieron que llevar una estrella amarilla en su vestimenta, entregar sus bicicletas y ya no podían viajar en tranvía, para no hablar de automóviles. Los judíos sólo podían hacer compras entre 3 y 5 de la tarde, y sólo en tiendas judías. No podían salir a la calle después de esa hora. Los judíos tenían vedados los teatros y los cines, así como cualquier otro lugar de entretenimiento público. No podían ya nadar en las albercas públicas a practicar al tenis o al hockey. Se les prohibieron todos los deportes. Los judíos tenían prohibido visitar a sus amigos cristianos. Los niños judíos deben acudir exclusivamente a escuelas judías. Así se amontonan las prohibiciones arbitrarias. Toda nuestra vida estaba sometida a este tipo de presiones. Jopie suele decirme: "Ya no me atrevo a hacer casi nada, pues siempre pienso que puede estar prohibido"". El diario de Ana Frank: Ana Frank.
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