martes, 2 de agosto de 2016

"NADIE TE OYE...PERFUME DE VIOLETAS" Dir. Maryse Sistach (México) 2001


Prólogo: William Buckley

Despojados.

Que la vida no tiene sentido, que la vida no tiene propósito, más que aquel que le damos. Quizá es cierto. Es por ello que un asidero -o muchos de ellos-  para no derivar al infinito del desdén y la desidia es imperativo. Esto en todo tiempo del ciclo vital, siendo ciertos tiempo de pasaje, sobre todo la adolescencia uno de los más relevantes, más los adultos no escapamos a tan imperiosa necesidad.  

Encontrar a un alguien o a unos otros, semejantes al fin. Amor, compañía, comprensión, atención, partes  que suman la contención propia de un abrazo. Se incluye al cuerpo en un lazo y red que salvaguarden su integridad, un sentido de pertenencia y seguridad.

Pero, ¿qué pasa cuando es todo un grupo social el que es despejado de dichos asideros? Tenemos sujetos a la deriva, desligados de coordenadas simbólicas que los sitúen en un campo de deseo posible, que vaya más allá del individualismo de la satisfacción inmediata, a veces, ir más allá de la mera sobrevivencia, esa sobrevivencia cruda que se arropa en una perversión con tal de conservar un lugar, sin importar si en el camino el otro se torna un desecho. 

Ante tal situación se antoja mejor la palabra “desposeídos”. La palabra como tal remite a varios imaginarios: aquellos que no tienen o carecen de algo, y principalmente aquellos que son arrancados de algo que les pertenece, esto por la vía del poder. Un poder que hace usufructo de aquello que des-posee al otro, ya sea en aras de control, invisibilización e inclusive su exterminación. 

Si hablamos de poder hablamos de lo jurídico, de aquello que establece una legalidad o no de las cosas, un supuesto orden. Sólo que este orden se puede tornar en una orden. Una, en femenino del género, es decir, desde el mandato vigoroso ejercido con poder, aplastando con todo el peso de la legalidad al más débil, al excluido, al sometido, el desplazado, confluyendo todos en el enorme grupo de las mujeres. 

¿Cuál ha sido el gran artificio del Otro del poder para someterlas? Justamente desposeerlas de su condición de sujeto, en tanto equidad en función al hombre, señalarlas en una diferencia negativizada, y marginarlas hasta el punto de lo invisible. Regular y gobernar su cuerpo desde el más feroz ejercicio del biopoder, aunque esta situación precede en siglos a Foucault. 

¿Dónde queda entonces un otro sin cuerpo? Errante, sin un alojamiento, a merced de la voluntad de un amo. 

La violencia más sistematizada sobre la mujer ha venido desde el discurso, el cual, ha restringido el acceso a lugares que facilitarían espacios equitativos y seguros, como el acceso a la educación y el control sobre su salud reproductiva. Es el discurso el legitima el golpeteo desgastante, que erosiona el cuerpo al roce constante de la indiferencia, el menosprecio y la descalificación. ¿Se justificaría tomar a la fuerza lo que me es negado?

Es difícil escuchar a quien no se le da voz. Es una sensación como de que “nadie de te oye”. Lo que no se escucha insiste, muchas veces, hasta la tragedia en ocasiones.

A veces, no es más que a través de algo tan etéreo como un aroma, frente a la imposibilidad de lo concreto de un cuerpo, que se lanza la red al otro, red de salvación, ancla al mundo, lugar al deseo, aún así sea para ser otro u otra, tan sólo por un momento.